Primero. Diversidad de toques de difuntos qué en Castalla existen y cómo y cuándo se utilizan.
Segundo. Singular tradición de este día de difuntos en Castalla.
Tercero. Horarios de los toques que en este día se realizan.
Cuarto. Visión cristiana, significado e historia sobre este día.
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Detalle de toque de tercera
El de primera especial: Este toque es similar al anterior, cambia en que después de un tiempo en esta alternancia al medio vuelo entre la dejuni y la mitjana, se une la mayor, y transcurrido otro espacio de tiempo se paran las dos primeras, quedándose solo la mayor al medio vuelo hasta el final del toque.
Detalle de toque de primera especial
Después del Concilio Vaticano II se unificó en un solo tipo de entierro para todos, incluyendo los toques de campanas, concretamente aquí en Castalla se decidió utilizar el toque de segunda y por ello dejaron de realizarse el de primera especial, el de primera y el de tercera.
Detalle de toque de entierro medio vuelo tres campanas
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Desde épocas muy antiguas, era una costumbre arraigada en nuestro pueblo realizar el día de Todos los Santos, en la víspera del día de los fieles difuntos —es decir, el día 1 de noviembre al anochecer—, un largo y solemne toque de campanas dedicado a recordar e invitar a rezar por nuestros antepasados difuntos. Esta señal o toque de campanas, conocida popularmente como “la señal animas”, comenzaba cuando el sol ya declinaba y se prolongaba durante toda la noche, como muestra de respeto, recuerdo y oración por las almas de quienes ya habían fallecido.
Con el paso de los años, aquel toque interminable, que resonaba melancólico sobre los tejados del pueblo i la foia de Castalla, fue acortándose. El paso del tiempo, los cambios de costumbres, modernización de la vida, sin desestimar la electrificación de campanas, hicieron que aquella antigua tradición quedara reducida a una duración mucho menor: primero unas pocas horas, y finalmente tan solo media hora, como se hace en la actualidad.

Durante aquella larga noche de vigilia, eran muchos los vecinos y vecinas del pueblo que se acercaban al campanario para echar una mano a los campaneros o para relevarlos cuando el cansancio hacía acto de presencia. Aquella tarea, llena de devoción y comunidad, se convertía en una especie de velada colectiva, donde la fe, la solidaridad y la convivencia se unían con el deseo de rezar, y de animar a otros a hacerlo, por las almas de nuestros antepasados difuntos que aún esperan contemplar la luz del rostro de Dios.
Mientras tanto, los monaguillos de la parroquia vestidos con sus túnicas, sotanas y roquetes, recorrían las calles del pueblo, yendo de puerta en puerta y pidiendo la tradicional “llimosneta pal quijalet”. Esta limosna, recogida con humildad y alegría infantil, servía después para repartirse entre los campaneros y los monaguillos, que así podían alimentarse y resistir aquella noche tan larga de toques y oraciones.
Eran tiempos de sencillez y hermandad, en los que las tradiciones no eran solo rituales, sino auténticos lazos que unían al pueblo en comunidad. Incluso bien entrada la década de los años setenta del siglo XX, esta singular práctica se mantuvo viva, aunque ya comenzaba a perder su fuerza original.
Yo mismo tuve la suerte de participar en ambas facetas: primero como monaguillo, recorriendo las calles con la bolsa para la limosna, y más tarde como campanero, haciendo sonar con mis propias manos aquellas queridas campanas que ya solo resonaban durante una hora, sin relevos ni descanso. Con cada toque, parecía que las voces del pasado volvían a hablarnos, recordándonos que detrás de cada tradición está la memoria viva de un pueblo.
Ahora bien, esta memoria colectiva parece cada vez menos viva, y ello se debe, a mi juicio, probablemente a dos factores fundamentales. En primer lugar, porque parece que todo aquello que proviene de fuera, o es de origen externo, se percibe como mejor o más valioso que lo que, a lo largo de los siglos, hemos construido y heredado de nuestros antepasados. Esta tendencia a valorar más lo ajeno que lo propio ha contribuido a debilitar el sentimiento de continuidad cultural local.
En segundo lugar, la rápida masificación y el aumento de población que se han producido en estos últimos años, han hecho que muchas personas llegadas de fuera consideren que las tradiciones locales deben adaptarse a sus necesidades o expectativas, y no al contrario. Esto ha provocado cierta tensión entre la preservación del patrimonio inmaterial del pueblo y las nuevas realidades sociales, ya que para algunos estas manifestaciones tradicionales resultan anacrónicas, molestas o poco compatibles con sus expectativas o su modo de vida.
En consecuencia, se da la paradoja de que es el propio pueblo quien debe adaptarse a las pretensiones de los recién llegados, y no éstos a las costumbres arraigadas del lugar que desean habitar. Todo ello pone de manifiesto la necesidad de revalorizar, proteger y transmitir estas tradiciones locales y culturales como parte esencial de nuestra identidad colectiva y de la memoria histórica que nos define como comunidad. Considero, además, que debería ser la propia corporación municipal la que se implicara activamente en la preservación del valioso y singular patrimonio cultural castellut.
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TERCERO: Los toques
Cada 2 de noviembre, la Iglesia Católica celebra con profunda devoción la Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, una solemnidad en la que los creyentes elevamos oraciones y sacrificios por las almas que aún se purifican en el Purgatorio, confiando en la infinita misericordia de Dios. Este día sagrado nos invita a contemplar el misterio de la muerte a la luz de la fe y a renovar nuestra esperanza en la promesa de la vida eterna. La liturgia nos recuerda que la muerte no es el final, sino un paso hacia la plenitud de la comunión con Cristo resucitado. A través de la oración, la Eucaristía y las indulgencias, los fieles expresamos nuestro amor y gratitud hacia quienes los precedieron en el camino de la fe, ofreciendo su sufragio para que, purificados por la gracia divina, puedan gozar del descanso eterno en la presencia del Señor.
El origen de esta conmemoración se remonta al siglo X, cuando el abad san Odilón de Cluny instituyó una jornada especial para orar por los difuntos de los monasterios benedictinos. Con el tiempo, esta práctica piadosa se extendió por toda la cristiandad, siendo acogida oficialmente por la Iglesia universal. Su propósito es recordar que todos los bautizados, aun después de la muerte, permanecen unidos en el amor de Cristo, y que la oración de los vivos puede ayudar a las almas que se purifican a alcanzar la gloria celestial. Así, la conmemoración de los fieles difuntos no es un día de tristeza, sino de esperanza y caridad espiritual. Es una expresión concreta de la fe en la resurrección y en la comunión de los santos, mediante la cual el creyente participa activamente en la obra redentora de Cristo, ofreciendo oraciones, indulgencias y actos de misericordia por el descanso eterno de quienes nos precedieron en la fe.
En esta fecha, los fieles participamos con especial fervor en la Santa Misa, considerada el acto más perfecto de intercesión por las almas del Purgatorio, pues en ella se renueva el sacrificio redentor de Cristo. Además, muchos creyentes visitan los cementerios para orar ante las tumbas de sus seres queridos, adornándolas con flores y luces como signo de esperanza en la resurrección. La Iglesia, en su sabiduría pastoral, concede indulgencias plenarias o parciales a quienes, con las debidas disposiciones, ofrecen oraciones por los difuntos durante estos días, fortaleciendo así la comunión espiritual entre los vivos y los muertos. Estas prácticas, llenas de fe y amor, reflejan la certeza cristiana de que la muerte no rompe los lazos del espíritu, sino que los transforma en una unión más profunda en Cristo. De este modo, la conmemoración de los fieles difuntos se convierte en una manifestación viva de la caridad cristiana y del anhelo de participar, junto a todos los santos, en la gloria eterna del Reino de Dios.
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| Cristo Yacente "El Vellet de la Sang" |
La Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos nos invita, cada año, a mirar la muerte no con temor, sino con los ojos de la fe. En medio del dolor por la ausencia de quienes amamos, la esperanza cristiana nos asegura que la vida no termina, sino que se transforma en comunión eterna con Dios. Recordar y orar por los difuntos es un acto de amor que trasciende el tiempo y el espacio, un gesto de confianza en la misericordia divina y en la promesa de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá” (Jn 11,25). Que esta celebración renueve en nosotros el deseo de santidad, la práctica de la caridad y la firme esperanza de reunirnos un día con nuestros seres queridos en la casa del Padre, donde ya no habrá llanto ni dolor, sino alegría eterna en la presencia del Señor.




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